La orilla oriental del Rin ha sido por milenios cuna de los mayores temores europeos. Allí el Imperio Romano encontró su frontera ante las tribus bárbaras que luego atravesarían paulatinamente la frontera y oportunamente saquearían Roma. También allí nació la Reforma Protestante, que sacudió al continente en un siglo de guerras religiosas. El Imperio Romano Germánico - el Primer Reich - tuvo su centro en esas llanuras desde donde algunos de sus Emperadores soñaron con reunificar al continente. Tras su desintegración, logró reunificarse bajo el liderazgo de Prusia en el siglo XIX y convertirse en el Imperio Alemán - Segundo Reich -. Dos Guerras Mundiales, dos derrotas. Sus ciudades casi sin excepción fueron llevadas a los escombros bajo el fuego aliado, particularmente soviético. Su población, diezmada y reubicada; su Estado, desarticulado; su economía, destruida; su territorio, redibujado. Ese es el cuadro de Alemania hace tan sólo 65 años.
Hoy el panorama ha cambiado de sobremanera, pero antiguos temores, profundamente enraizados en sus vecinos siguen tan vigentes como hace veinte siglos. La posibilidad de una potencia teutona es un fantasma que vive en la mente de muchos políticos y ciudadanos y que en el contexto de la actual crisis en la Unión Europea resurge con fuerza.
El milagro europeo de posguerra, sobre el que quisiera escribir más detalladamente en otra entrada, fue el resultado de un diseño político minuciosamente elaborado por sectores políticos de Washington, Moscú y, en menor medida, Londres. Una cortina de hierro dividió a Europa y esta división, paradójicamente, permitió que el continente se sumergiera en décadas de paz. La amenaza soviética hizo que los Estados occidentales vieran modificados sus cálculos de intereses y debieran iniciar un proceso de integración que llega hasta nuestros días. Pero la Unión Soviética no fue el único factor determinante en ese proceso, sino quizás más crucial fue el elemento germano: ¿qué hacer con Alemania?
Especialmente desde Washington surgió la idea de que era necesario contener e incorporar a los alemanes. La Comunidad Europea del Acero y del Carbón - semilla de la Unión Europea - junto a las numerosas organizaciones que fueron surgiendo posteriormente fueron creadas con el fin de sumar a Alemania a un proyecto supranacional que licuara cualquier ambición continental. Era necesario europeizar a Alemania y así fue. Con algunos avances y retrocesos, las ciudades fueron reconstruidas, sus industrias puestas en marcha nuevamente y la población conoció otra vez altos niveles de desarrollo. Tras la caída del Muro de Berlín, a pesar de algunas aisladas hesitaciones inútiles, finalmente Alemania se reunificó. Algunos miedos resurgieron, pero estos fueron rápidamente desestimados con la creación del Euro que impulsó aun más la integración económica y cuando fue evidente que las tareas de reunificación ocuparían por varios años su atención.
Así era como todo iba bien - demasiado bien - hasta que llegó el infame 2008. Súbitamente los gobiernos en Atenas, Madrid, Lisboa y otros se dieron cuenta que durante años se habían endeudado demasiado y que ante la retracción de la economía mundial veían disminuidas sus capacidades de pago. Cuando los gastos exceden los ingresos y ya casi no se puede tomar deuda, no hay muchas más alternativas excepto que recortar el presupuesto. Devaluar no es una opción, ya que éstos países adoptaron el Euro. Por otro lado, retirarse del Euro es una posibilidad atrayente aunque con varias consecuencias negativas: pérdida de la capacidad de compra, riesgo inflacionario y, especialmente, riesgo de impagabilidad de las deudas contraídas en Euro. Éste último elemento es el que ha motivado a que el gobierno alemán y sus bancos sean los principales enemigos de una retirada de países de la Eurozona. Uno no puede culparlos por defender sus intereses. Españoles o griegos, cuyas deudas públicas e hipotecas fueron tomadas en Euros, verían sus ingresos convertidos en unas menos valorizadas pesetas y dracmas. Sus capacidades de pago disminuirían drásticamente y los bancos alemanes, principales acreedores, verían desaparecer sus ilusiones de cobrar lo que legítimamente prestaron. Todo acreedor tiene derecho a cobrar y a exigir ciertas condiciones. Nadie da su dinero gratuitamente, excepto una donación, que no es el caso.
El pueblo alemán tantas veces diezmado creó con eficiencia una economía pujante y competitiva en la cual el desempleo es bajo y el desarrollo alcanza a la mayor parte de la sociedad. El nivel de productividad del trabajador alemán es mucho más alto que el de sus colegas del sur y un buen manejo macroeconómico les permite tener hoy un presupuesto equilibrado, sin necesidad de mayores recortes. ¿Quién puede culparlos por ser eficientes? Uno no puede ser ajeno al resquemor del votante germano a aportar con sus impuesto a los rescates financieros de sus vecinos australes cuyos niveles de productividad son menores, es decir, trabajan menos. Sin contar que, además, Alemania ya eximió, por ejemplo, a Grecia de la mitad de su deuda.
Como alguien ya dijo, el proyecto en 1945 era europeizar a Alemania, pero lo que hoy estamos presenciando es una Europa en vías de alemanización. El Cuarto Reich, es decir una nueva hegemonía germana sobre el continente, es una supuesta amenaza que agitan aquellos que no quieren pagar la fiesta y encuentran en el odio a Merkel, la Canciller alemana, una figura en la que canalizarla. Es más simple odiar que aceptar la propia responsabilidad por no haber tomado oportunamente las decisiones correctas. Se acusa a Berlín de estar sumiendo a Europa en una mayor recesión con sus austeras medidas. ¿Pero acaso no fue el propio desmanejo macroeconómico el que ha sumido a estos países? Ninguna economía - y mucho menos aquellas cuyas fuentes principales de divisas derivan de la prestación de servicios - puede sobrevivir eternamente a base de endeudamiento. Una Europa alemana sería, al menos, una Europa sin aeropuertos fantasmas y en la que no sea necesario recortar salarios para pagar deudas.
Ciertamente, el odio oculta la envidia a la virtud ajena y el deseo inmoral de su eliminación porque recuerda los propios vicios...
Cuando los bárbaros cruzaron el Rin e invadieron Roma fue porque ésta acumulaba siglos de desequilibrios económicos. Por eso hace 1700 años Europa le tenía miedo a los germanos; hoy, también.